Dios de pueblo
No sé cómo empezar. Estoy tremendamente triste. Ya Juanito no está y para él sólo se me ocurre un leve reproche dicho en sus mismas palabras: “… te fuiste sólo, y no era la hora…” Debiste haberte quedado mucho más tiempo, un tiempo tan corto como la eternidad. Ahora mismo, no sé qué haré con esta angustia y este sentimiento de terco desamparo. Es que de algún modo, para mi generación, con la partida de Juan Formell se cierra definitivamente una etapa. Juan y Los Van Van nos acompañaron en todas las alegrías y también en los sinsabores, que han sido muchos y recurrentes. El sonido Van Van, enraizado para siempre en la banda sonora de nuestras vidas, ha sido el paliativo que nos llevarían directo a cambiar el cristal con que mirábamos, y a asomarnos, aunque fuera por un momento, a una vida regocijada y bendecida por la música. También fue para nosotros, ese paradigma de tenacidad, sabiduría y coraje que tanto necesitamos para transitar por esos caminos desandados.
Siempre he estado segura de que no tenemos que ir a buscar héroes a ninguna parte. Lo cotidiano del vivir nos devuelve a muchos en quienes inspirarnos. Ese dios de pueblo que se llama JUAN FORMELL es quizás, el único a quien le fue dado el raro poder de poner de acuerdo –ya sea en un salón de baile o en el mínimo espacio de una butaca de teatro-, a todos los cubanos de cualquier parte, de cualquier credo o filiación de ideas, de cualquier clase o estrato social. Como el flautista de aquel cuento infantil, tras él todos los cubanos, sin vacilación, seguimos y seguiremos siempre, con la alegría de su música como validación de esa autenticidad que nunca lo abandonó, con su sonrisa y ese saber ser cubano del modo más sencillo y genial posible.
De qué modo devolverte tanta entrega, Juanito, tanto amor y tanta música? Ya no puedo hacer otra cosa que llorarte, venerarte y decirte: GRACIAS, FORMELL, por estar entre nosotros. Gracias por la música, gracias por el cariño. Te quiero mucho, Juanito, mucho.